Querido Joaquín, hace escasos minutos, ojeando y hojeando la prensa me entero de tu partida adelantada. Adelantada a los que iremos tras de ti aún no sabemos cuándo.
¿Te acuerdas, mi querido amigo y maestro, cuando un grupo de zagalicos organizaron la «procesión de papel», la verdadera escuela de los procesionistas de hoy a los que jamás, ni flaqueando tus fuerzas, dejaste de ayudar y consejar?
Eras Azul. Azulón. Y yo, Blanco. Ahora no… Y en contra de algunos azulones que se creen de pata negra jamás dejaste de ser mi amigo; de darme el abrazo que otros me racaneaban y que algunos me negaban cuando me acusaron de haber presentado no sé qué suerte demanda «contra los azules». Tú ahí estuviste, como siempre, dándome tu amistad, como no podía ser de otra manera.
Recuerda, mi querido Joaquín, cuando el local de la plaza de abastos en el edificio que lleva tu apellido y tu alma, lo cediste como «casa del paso» a aquellos zagales que procesionamos por primera vez con una mescolanza inaudita en Lorca, donde salió de Cleopatra aquella nenica con coletas, blanca blanquísima, que se llamaba y se llama Marisa Montiel, en aquella «litera» que nos ayudaste a crear porque nosotros solos jamás lo habríamos conseguido. Blancos y Azules, Azules y Blancos, todos a una, en un único Paso, el Paso de la procesión de papel, con el Margarito y el zagal de Ricardo «el lechero», «cabalgando» por la Corredera cabezas de caballo con un palo, y escoltando a la Nancy disfrazada de Virgen de no se sabe muy bien qué advocación, nazarenos con trajes y capirotes de plástico y papel bajo el son de la «música» de aquellos que con dos palillos aporreaban los tambores de Colón como si no hubiera un mañana. ¡Ahí es ná!
De eso nadie va a hablar y sí de tus cuadros ¡magníficos! y del anchurón frente al picoesquina de tu tienda de toda la vida al que bautizaron merecidísimamente con tu nombre. Y de tantas y tantas cualidades que nadie puede negar que tenías.
Tampoco van a hablar hoy de quienes siempre estuvieron a tu lado: de tus hermanos, Paco y Adelina. Y de tu mujer, fallecida hace demasiados años. Años eternos para ti.
Ni de tu lucha numantina cuando el Ayuntamiento te robó y arruinó a cuenta de la «ampliación» de las alamedas. Lloraste como ahora yo te lloro, pero con lágrimas de sangre. O cuando por ese mismo motivo te obligó a echar abajo la carpa en la que tú y yo, y media Lorca, hemos estado no sólo disfrutando de un refresco sino contemplando tu obra pictórica que, te repito aquí una vez más, cuando ya no puedes oirme ni leerme, que el día que me lo pueda permitir tendré conmigo, en mi casa, uno de esos cuadros que decoraban aquella obra de arte en la que tanta gente se inspiró. Y me acordaré de ti cada vez que mi mirada se cruce con tu obra con la misma sonrisa que dedicabas a los amigos.
Te echaré de menos. Me vas a perdonar doblemente, pero mis futuras cenizas estarán muy lejos de esas tierras porque esa es mi voluntad. Tampoco te puedo despedir, estoy demasiado lejos y aún más agotado. Ya sabes…
Te aseguro que nos veremos y que volveré a disfrutar de tu sabiduría. Lorca no ha perdido a uno de sus ilustres, lo ha hecho eterno. Los que no lo somos te recordaremos. Siempre.
FRANCISCO J. ÁLBAREZ-FAJARDO